Recuerdo esa noche. La noche en
la que mi abuela lloró al confirmar, levemente, por lo que había pasado siendo
mocita, como ella diría. En el patio de su casa de la sierra, estábamos ella,
mi madre, mi cuñada y yo. Mi madre nos hablaba del libro que estaba leyendo en
ese momento, y mencionaba nombres propios: La Zapatones, la madre Serafín, La
Veneno… de repente, el rictus de mi abuela cambiaba y una lágrima caía por su
mejilla. Ay, el recuerdo. Ay, la memoria, a veces tan dulce, a veces tan amarga
¿Qué hacéis hablando de esas mujeres? ¿Acaso las conocéis? Aquí vino la
constatación del sufrimiento que pudo vivir tanto ella como mi bisabuela, a la
que no conocí. El libro relataba, a modo de realidad ficcionada, lo que pasó en
la Cárcel de Mujeres de Ventas bajo la excelente pluma de Dulce Chacón.
Mi abuela, Matilde Sánchez
Álvarez, nació en Majadahonda el 13 de abril de 1917. Era la hija pequeña de
Felisa Álvarez de Rozas y de Esteban Sánchez Herránz. Por delante de ella, tres
hombres: José, Antonio y Marcelo. En Majadahonda, por lo que me han contado, se
los conocía como “los socorritos” por parte de padre y “las melonas” por parte
de madre.
Matilde entró en la cárcel de
Ventas con 22 años, junto con su madre. Al resto de la familia, salvo Antonio,
les llevaron a Porlier. Sus condenas: pensar distinto al “movimiento nacional”
que oscureció un país.
Sin afiliación concreta, se dice
que perteneció a las Juventudes Socialistas de Majadahonda. En aquel momento
era raro que una mujer se significara claramente y menos por escrito. Y, en
verdad, no quería que nosotros lo hiciéramos. Es lo que tiene vivir con miedo,
que no se te desprenda nunca de la piel. Es probable que temiera que nos pasara
lo mismo que a ella.
Ciertamente, hacer esta semblanza
de mi abuela me cuesta mucho, ya que en todo este tiempo, en el que ella ya no
está, me he dado cuenta lo poco que conocía de ella, de su infancia y juventud,
de su pensamiento, de su lucha ¿Fue una niña feliz? ¿A qué jugaba? ¿Cómo se
llevaba con sus hermanos? ¿Y con sus amigas? Si un gran pesar tengo desde hace
12 años es no haber preguntado más.
Mi abuela vivió 95 esplendorosos
años. Murió en la cama de un hospital después de entrar quince días antes y que
los médicos nos dieran 48 horas de vida ¡qué fortaleza! ¡qué tesón! Ella se
agarró a la vida durante mucho tiempo y de muchas formas, incluso, ahora que
conozco más por lo que pudo pasar gracias a testimonios de mujeres que
habitaron ese horror de espacio convertido, a día de hoy, en un bloque de
viviendas. Era un triste sábado 2 de marzo de 2013.
La Matilde, como la llamaban
muchos y, curiosamente, como se la etiqueta en el Sumario Procesal guardado en
el Archivo Histórico de Defensa, era una mujer alta, robusta, guapa… de las de
genio y figura hasta la sepultura.
Le gustaba bailar, jarupear como
ella decía. Creaba sus propias poesías y ¡hasta ganó algún premio! ¿Pero de
dónde le venía esa vena creativa? No lo sé, pero algunos de sus cantes ya
hablan de Ventas. Todo un patrimonio inmaterial que esconde la historia de una
vida. Si no había tenido estudios, ¿cómo podía ser capaz de crear, memorizar y
escribir esas rimas y letras? Cuando le preguntábamos cómo sabía leer y
escribir, dónde había aprendido si no había ido a la escuela. Sí, sí había ido:
La Escuela de Santa María fue el pequeño espacio que María Sánchez Arbós,
Matilde Landa y Mercedes Nuñéz Targa se empeñaron en tener en el almacén de
mujeres, un reducto de libertad de aprendizaje dentro de un lugar opresivo.

El 15 de abril de 1946 se casó
con mi abuelo, Federico Esteras Esteras, natural de Deza, provincia de Soria.
Un buen hombre que también sufrió la represión franquista y también vehiculó el
silencio por tiempo infinito. De esta unión nació mi madre, Matilde, en el año
48. Casi cuarenta años de feliz matrimonio, si la maldita muerte no se hubiera
cruzado en la vida de mi abuelo.
Mi abuelo la conquistó llevándola
a la Plaza de las Candongas, un lugar que, en realidad, no sabemos si existió,
pero que significaba llevar al huerto al ser querido. Y mi abuela, aunque de
recta actitud, se dejó engatusar.
Matilde, junto con su familia,
regentó una casa de huéspedes en el barrio de Pueblo Nuevo. Llevaba a los
hombres, obreros, albañiles, trabajadores todos, que allí se alojaban como un
pincel, y les procuraba manutención ¡sus guisos! Mi abuela era cuidadora, lo
fue toda su vida, a su manera y con su carácter. Ahora, con el paso del tiempo
y alguna riña que tuvimos, me doy cuenta. Cuidó de sus ideas y luchó por ellas;
cuidó de sus padres, de sus hermanos y de su marido enfermo hasta la muerte. Y de sus nietos. Ella siempre decía,
levantando su curvo dedo índice ¡tengo unos nietos qué ojo! Pero los que
teníamos suerte, en verdad, éramos nosotros. No sabíamos la abuela que
teníamos.
Viajó, viajó mucho, con mi
abuelo, y también sola. Ahora creo que era por resarcir lo que había vivido
siendo tan joven. Recuerdo que en cada viaje me mandaba una postal del lugar en
el cual estaba: Benidorm, Palma de Mallorca…A mi querida niña empezaba la
cariñosa misiva.
Mi abuela
murió sujetándome la mano, susurrándome un último “te quiero”. Fue su manera de
pasarme, sin yo saberlo en ese momento, su legado, una transfusión de fuerza
que espero no perder nunca. Me lo debo, se lo debo.
Stella Maldonado Esteras